EL DESTINO ÚLTIMO DEL HOMBRE
Que
la vida humana es una peregrinación hacia un término final que llamamos muerte
es un fenómeno de observación cotidiana. El hombre nace, vive y muere. Recorre
un ciclo vital, en fuerza de su misma constitución biológica, por su mismo
ser-en-el-mundo. “Todo lo que nace merece perecer” dijo Goethe[1].
Este
escrito trata la pregunta ontológica, que tantas veces se hacía Miguel Unamuno:
si cunado nos morimos, nos morimos del todo. Formulado de otra manera: la
muerte es ciertamente la corrupción del cuerpo ¿qué sucede entonces con el
espíritu?, ¿fenece también?, ¿pervive?
El
problema de la supervivencia post mortem a
preocupado siempre a los hombres. Muchos pueblos primitivos enterraban a sus
muertos con alimentos y ofrendas para su ulterior supervivencia. El hinduismo y
el jainismo de las religiones de las religiones indias, y el orfismo de los
griegos antiguos admitían la transmigración de las almas o reencarnación. En
algunas filosofías griegas, desde Pitágoras, se pensaba en el eterno retorno de
los individuos y de la historia, teoría que el siglo XIX recuperó Nietzsche: la
vida sería un proceso circular inacabable en el que todo se repite.
Platón
influido por el orfismo, escribió uno de sus más bellos diálogos, El Fedón, para defender la inmortalidad
del alma y en esa dirección están también los Neoplatonianos. Epicuro
intentó liberar a los hombres del miedo
a la muerte porque mientras vivimos ella no existe y cuando llega ya no
existimos nosotros, convencidos de que la muerte es el fin total ya que era
materialista como Demócrito. Sócrates muere sereno persuadido de su
inmortalidad.
Los
cristianos, apoyados en la revelación de Jesucristo admiten la vida después de
la muerte, sin embargo, para ellos la inmortalidad no es como para los
platónicos, un retorno a una condición anterior sino en el acceso a una
posesión plena y eterna de la Suma Verdad y del Sumo bien que es Dios, o por el
contario, la pérdida irremediable de ese Sumo bien. Kant la define como un
postulado necesario para explicar el hecho moral. Es singular la postura de
Marx y de los marxistas. Por su materialismo niegan la pervivencia después de
la muerte, pero piensan que eso es menos importante; la muerte es el tributo
que el individuo tiene que pagar a la especie. No importa que él muera. La
especie es más valiosa, ella es eterna. Los individuos tienen que vivir para la
especie y mejorarla, sabiendo que ellos volverán al polvo del que nacieron por
evolución.
No
hace falta decir que en la época moderna y contemporánea niegan la inmortalidad
cuantos niegan la substancialidad real del alma o su cognoscibilidad:
panteístas, empiristas, positivistas, actualistas, conductistas, fenomenistas,
existencialistas, estructuralistas, vitalistas, etc. Filósofos y sobre todo
científicos dan por supuesto que muerte equivale a aniquilación. Pero se les
podría preguntar: ¿Cómo lo saben? Están presuponiendo que todo lo que
desaparece del campo del campo de nuestra experiencia sensible queda aniquilado.
Pero ese presupuesto es inverificable. Se puede contrarguir que tampoco
tenesmos experiencia de la supervivencia post
mortem y es verdad, no la tenemos, no tenemos experiencia sensible de que
un alma subsista sin cuerpo. Pero de ahí no se sigue que sea imposible. Quiere
decir que tenemos que buscar la solución
por otras vías que son las racionales. Actuamos así en otras áreas de saber.
Se
exponen a continuación las buenas razones que, desde un buen análisis
filosófico se tienen para garantizar la pervivencia del alma después de la
muerte.
Se
puede afirmar que la inmortalidad del alma humana es natural como consecuencia
de la misma naturaleza del alma. Se afirma que el alma es la forma substancial
de la materia prima humana. Pero también se afirma que es la forma de una
naturaleza inmaterial. La forma de un ser inteligente y libre no es como la
forma de un ser inorgánico o de un ser orgánico y vegetal o animal. Si se
destruye una computadora es evidente que se destruye toda ella, se pulveriza la
materia y desaparece la máquina, desaparecida la materia y la forma, o sea,
aquella entidad metafísica por la cual la máquina era una computadora y no un
microondas. Si talamos un árbol, o si con el automóvil atropellamos un perro,
queda destruido también su principio vital al que podemos también llamar su
forma. Era un ser material y todo él queda destruido. En cambio, la forma
humana es distinta. Se ha dicho ya que la forma humana, que llamamos alma, es
una substancia y una substancia inmaterial, lo que significa que no tiene
partes, que es simple. La corrupción o descomposición solo puede darse donde
hay composición. El alma no es una composición, es más bien lo que compone
(informa) una materia múltiple e informe. No está sujeta a cambios
substanciales, perdura en su ser durante la vida, aunque el cuerpo se transmuta
continuamente, según lo demuestra la ciencia moderna. No se ve cuál puede ser
el principio de la corrupción o desintegración de un ente inmaterial. Solo se
desintegra lo que está integrado.
A
veces se habla de la posible aniquilación del alma, pero no se conoce el la
naturaleza ningún caso de aniquilación de lo existente. Ninguna criatura puede
aniquilar a otra ya que aniquilar es reducir a la nada, pero eso solo es
posible por la sustracción del concurso del Ser Absoluto por el que todo recibe
el ser y permanece en él.
Si
se admite la aniquilación del alma como ente substancial e inmaterial, la
afirmación de que en la muerte y de que con la muerte es aniquilada por sí
misma, o por la destrucción del cuerpo es una afirmación sin prueba alguna.
Nada nos permite afirmar que la muerte del hombre es igual a aniquilación.
Tampoco
tenemos motivos para pensar que la aniquile Dios. En primer lugar porque el
alma inmortal aun separada del cuerpo puede, de suyo, seguir ejerciendo sus
funciones de conocer la verdad y de amarla y de amar el bien y de manera mucho
más perfecta que mientras está unida con el cuerpo. Si Dios no aniquila otros
seres ¿por qué aniquilaría el alma?
Pero
hay otra razón más conveniente, que brevemente puede sintetizarse así: Dios es
persona. Si es persona es amor porque solo el amor realiza plenamente a la
persona. Si es amor no puede menos de amar a sus criaturas inteligentes y
capaces de responder al amor. Si ama a los hombres es impensable que los
aniquile, ¿para qué nos habría creado?, ¿para jugar con nosotros?, ¿para
mantenernos un tiempo en la Tierra sin finalidad alguna y luego de un papirotazo
enviarnos a la nada? La persona humana sería un muñeco en las manos de Dios. Es
impensable. Sería contra la bondad y el amor que son la esencia misma de Dios.
Escribió acertadamente Gabriel Marcel: “Amar a un ser es decirle, tú no
morirás”[2].
También Miguel de Unamuno escribe: “Quien a otro ama es que quiere eternizarse
en él”[3].
Se
confirma lo dicho con la realidad innegable de la tendencia de todo hombre a la
felicidad total. Es un apetito innato tan fuerte que nadie puede sustraerse a
él. Nunca podemos sentirnos plenamente saciados en esta vida, aunque no sea más
que por cualquier satisfacción que experimentemos, por planificarte que sea, es
transitoria, limitada y caduca. Tanto más que los apetitos más poderosos de la
persona (si vive como persona) son hacia la plenitud de la verdad, del bien y
del amor. ¿Podemos representarnos una frustración total de esas tendencias
innatas? ¿No sería esa frustración un nuevo argumento contra la Bondad divina,
contra la esencia misma de Dios?
A
estor argumentos puede todavía añadirse una poderosa razón de orden jurídico y
moral. Es claro que en la vida presente no se da una justicia perfecta. Con
frecuencia las personas honestas son víctimas de las injusticias y vejaciones
físicas o morales o viceversa, hombres sin conciencia cometen crímenes y violan
las leyes divinas y humanas sin que reciban ninguna sanción proporcionada. Toso
los siglos, pero particularmente el nuestro, es testigo excepcinal del
gravísimo desequilibrio moral de que son los hombres, pero sobre la Tierra no
existe una justicia completa. El recto orden moral, por su parte, exige una
retribución proporcionada, sea para el bien sea para el mal moral. De lo
contrario permaneceríamos en una enorme y continuada injusticia y sería lo
mismo practicar la virtud que ejercer el crimen. Este hecho real es uno de los
que principalmente ha llevado a los hombres, de todos los tiempos y razas, a
una persuasión constante y universal de que tiene que existir otra vida después
de ésta Karl Jaspers escribía: “en todos
los tiempos, los hombres han creído en una vida ulterior y todavía hoy creen
(…) el hecho de que hombres entre los
mejores y los más sabios, a lo largo de miles de años, hayan creído en la
inmortalidad, debe hacernos prudente”[4]
Parece,
pues, por el conjunto de argumentos, que hay que admitir una pervivencia del
alma post mortem. Es claro que esta
tesis da por supuesto la demostración de la existencia de Dios que se hace en
teología natural, de su naturaleza como plenitud de la Verdad, del Bien y del
Amor, y de su Providencia sobre todos los seres que han brotado de su acto
creador. Max Scheler que el onus probando
no recae sobre los que pensamos que
el alma pervive sino sobre los que la niegan, ya que las razones están mucho
más en favor de la inmortalidad: “Yo creo, escribe, que el alma continua
viviendo porque no tengo motivos para suponer lo contario y se cumplen en esta
evidencia mía las características esenciales de la persona.
En
cualquier caso, es la inmortalidad lo que da sentido y valor a la vida humana,
porque es lo que confiere la esperanza. Si con la muerte se acabase todo, la
vida no valdría casi nada, y el bien no se distinguiría del mal. Ni siquiera la
perspectiva de Marx nos salvaría del pesimismo. Él escribe: “la muerte parece
ser una dura victoria del género sobre el individuo y contradecir la unidad de
ambos, pero el individuo determinado es solo un ser genérico determinado y, en
cuanto tal, mortal”[5].
Que, en términos más sencillos, quiere decir que la muerte del individuo no
tiene importancia porque pervive y mejora el género humano como ya se ha dicho.
Pero si no se salva el yo singular ¿de qué le sirve a cada uno que se salve el
género humano? Si al final todos volvemos al polvo ¿qué sentido y qué valor
tiene el esfuerzo humano y la historia?
No
queda más que un dilema: o pesimismo absoluto u optimismo absoluto. O todo perece
con la muerte o todo alcanza sentido y valor eterno con la muerte. Todo nuestro
ser se revela contra ese pesimismo y, por eso, nos inclinamos decididamente por
el optimismo. Es mucho más humano y divino.