Problemas de la autoestima
Pocas
cosas son tan difíciles como la valoración de un ser humano, pues nada hay más
complejo y contradictorio que la personalidad de cualquier hombre o mujer. En
cualquier caso pueden observarse cualidades positivas, valores indiscutibles,
rasgos de carácter admirables. No podemos perder de vista que toda persona
tiene una dignidad original, pues sigue conservando la imagen de Dios (Gn. 9:6),
por más que en su conducta sobresalgan las inclinaciones propias de un ser
moralmente caído.
Pero al
mismo tiempo -a menudo en la misma persona- se observan características poco o
nada loables. Nuestros semejantes nos juzgan por lo que ven en nosotros, y ello
nos mueve a aparentar lo que en realidad no somos o tenemos. Incluso cuando nos
juzgamos a nosotros mismos nos cuesta ser sinceros y vernos tales como somos,
con lo que damos una falsa imagen que dificulta nuestras relaciones con quienes
nos rodean (en la familia, en la iglesia, en la esfera de trabajo, etc.). No
obstante, también podemos minusvalorarnos al fijar de modo obsesivo nuestra
atención en nuestros defectos y carencias. Es triste que un creyente se diga:
«Soy una nulidad, un don nadie». Eso, además de triste, es falso, como veremos
en la segunda parte de este artículo. Conviene, pues, ser objetivos y
equilibrados, de modo que la imagen de nuestra persona y nuestra vida sea la
que en nosotros ve Dios. A la luz de su verdad, consideremos esta delicada
cuestión.
Autovaloración por exceso
El
apóstol Pablo ya previno a los creyentes de Roma para que no cayeran en un
autoengaño reprobable: «que nadie tenga de sí más alto concepto que el que debe
tener, sino que piense de sí con cordura» (Ro. 12:3).
Nada más
falso y repulsivo que los aires de superioridad con que se mueven los
arrogantes. Su modo de hablar, sus modales, su afán incontrolado de sobresalir
entre sus semejantes, su deseo de dominarlos. En su opinión, sus conceptos son
siempre los correctos; sus sugerencias, las más acertadas; quienes les
contradicen no pasan de ser pobretones ignorantes. La realidad, sin embargo, es
muy otra. El verdadero sabio entiende que «el temor del Señor es aborrecer el
mal, la soberbia y la arrogancia» (Pr. 8:13).
La
vanagloria, a su vez, no es resultado de una ambición encubierta de la que no se
es consciente. Tampoco es una reacción inconsciente para superar sentimientos
de inferioridad (¡paradojas de la psique humana!). Pese a todo, cuando de algún
modo uno se examina a sí mismo con objetividad y sinceridad, a la luz de la
Palabra santa, ha de admitir la existencia en su vida de elementos claramente
pecaminosos que Dios condena: «Cualquiera que se ensalzare será humillado» (Mt. 23:12).
Más tarde o más temprano, quien busca desmedidamente su propia elevación acaba
abatido por su vanidad. La arrogancia siempre acarrea la desestimación de Dios
y el rechazamiento de los hombres. ¡Cuánta verdad hay en las palabras del autor
de Proverbios: «Cuando viene la soberbia, viene también la deshonra; mas con
los humildes está la sabiduría» (Pr. 11:2;
Is. 2:11,
Is. 2:17)!
En la
Escritura hallamos ilustraciones impresionantes del fin de los arrogantes. He
aquí unos botones de muestra:
El rey
Uzías, «cuando ya era fuerte su corazón, se enalteció para su ruina (...)
entrando en el templo de Yahveh para quemar incienso en el altar». En su
ensoberbecimiento, parece no tener suficiente con la corona real, por lo que
usurpa una de las funciones reservadas exclusivamente a los sacerdotes. Y el
juicio divino sobre él se manifiesta súbitamente con una lepra que desfigura
repulsivamente su rostro (2 Cr. 26:16-21).
No menos
impresionante es la historia de Babilonia. El solo nombre de la gran ciudad,
capital de un imperio, suscitaba terror. Babilonia se encumbró sobre los
pueblos del Medio Oriente, pero fue abatida y humillada por el soberano juicio
de Dios. Lo predicho por Isaías y Jeremías tuvo cabal cumplimiento (Is. 13:19,
Jer. 51:12-64).
Sus profecías se resumen en un vaticinio sobrecogedor: «Babilonia, hermosura de
reinos, y ornamento de la grandeza de los caldeos, será como Sodoma y Gomorra,
a las que trastornó Dios» (Is. 13:19).
«He aquí, yo estoy contra ti, oh monte destruidor, que destruiste toda la
tierra; extenderé mi mano contra ti y te reducirá a monte quemado.» (Jer. 51:25).
En el
Evangelio de Lucas encontramos la figura del fariseo engreído que oraba no a
Dios, sino a sí mismo: «Te doy gracias, oh Dios, porque no soy como los demás
hombres, ladrones, injustos, adúlteros (...) Ayuno dos veces a la semana, doy
diezmos de todo lo que gano. Mientras que el publicano (cobrador de impuestos),
de pie y a bastante distancia, no quería ni alzar los ojos al cielo, sino que
se golpeaba el pecho diciendo: Dios, sé propicio a mí, pecador» (Lc. 18:11-14).
El primero, en su narcisismo religioso, rebosaba satisfacción, pero la
aprobación de Jesús fue otorgada al segundo.
Un último
ejemplo aleccionador: la iglesia de Laodicea había caído en una presunción
ridícula: afirmaba que era rica y de nada tenía necesidad; pero el Señor veía
su situación real de modo muy diferente: «No sabes que tú eres un desdichado,
miserable, pobre, ciego y desnudo» (Ap. 3:17).
Ese contraste valida la máxima en boga en nuestros días: «Dime de qué te jactas
y te diré de qué careces».